LAS RELIQUIAS

La palabra RELIQUIA procede del latín reliquiae y quiere decir literalmente: lo que queda atrás. La voluntad de recordar a los que habían entregado su vida por la Fe propició desde muy temprano la aparición de prácticas devocionales ligadas a restos corporales humanos que eran tenidos como intermediarios ante la divinidad. Las reliquias son consideradas la presencia materializada de lo sagrado y quieren ofrecer testimonio de las personas santas y de su hipotético poder sobre el mundo de los vivos.

La aparición del culto a los mártires en los inicios del cristianismo —generalizado a partir del siglo IV— fue un fenómeno contradictorio: el hecho de recoger sus huesos y pertenencias se identificaba con los usos heredados del paganismo. Pero con el paso de los siglos, al mismo tiempo que el cristianismo se extendía por Europa, se fue normalizando la presencia de reliquias en templos y santuarios. En la Edad Media temprana se sistematizó la tendencia ya existente de fragmentar los cuerpos de las personas santas y dispersarlos entre las comunidades de fieles, algo que para muchos era difícil de conciliar con la idea de la Resurrección.

Si ya en época medieval era evidente que las reliquias suponían una extraordinaria forma de capital simbólico, en la Edad Moderna su poder se ve incrementado por el propio impulso de los creyentes –reyes, nobles, clérigos o vasallos– desde una mirada no solo devocional, sino también social y política. La posesión y el control de lo sagrado —a través del comercio, la circulación y la transmisión— aumentaban el prestigio de las casas monásticas y de las iglesias, fortalecían a las dinastías inseguras incrementando los tesoros reales, renovaban la hegemonía de los nobles y despertaban el sentimiento religioso del pueblo llano.

En el siglo XVI, las ideas reformistas cuestionaron duramente la veneración de las reliquias tachándola de superstición e irracionalidad vergonzosa. Ello provocó la respuesta de la Iglesia Católica, que acometió el rescate y traslado de muchas reliquias desde los templos del norte de Europa a España o Italia, temiendo su destrucción por los protestantes. Era una época convulsa que pretendía compaginar el mantenimiento de la tradición y la Fe con el avance de las ciencias, y en la que nobles y plebeyos, ricos y pobres, hombres y mujeres, se sentían irresistiblemente atraídos por las colecciones de reliquias que se podían encontrar en iglesias, monasterios o palacios. El afán de poseerlas dio lugar a un desmedido comercio y a la producción de gran número de falsificaciones a partir de huesos recuperados de lugares como las catacumbas romanas, descubiertas por aquel entonces.

Dado que el cuerpo de las personas santas era considerado un signo de su alma perfecta, era lógico que sus restos se envolvieran en materiales preciosos que reforzaran su identidad y apuntaran a su presumible disfrute de la morada celestial. La visión de los huesos no era un requisito imprescindible para experimentar la materia sagrada; de hecho, los relicarios de madera, metales preciosos o ricos tejidos encubren la pudrición de la carne y exponen la reliquia como algo resistente a la descomposición.