Álava contemporánea

Si la guerra entre estados se había convertido en una constante de los siglos modernos, la contemporaneidad siguió en España con una sucesión de contiendas civiles, expresión de pulsos de poder tanto material como ideológico.

Ganada por la lógica racionalista de la contemporaneidad, las confrontaciones de intereses cobraron ahora una dimensión política, donde chocaban proyectos de sociedad. La lucha por el poder combinó procedimientos pacíficos y violentos, atenta progresivamente a un protagonismo popular que se iba haciendo hueco.

Las novedades de la modernidad del Ochocientos llegaron poco a poco a Álava, que en este tiempo se vio relegada a un segundo plano al incorporarse de manera muy tardía al desarrollismo industrial. A la vez, la lógica urbana se impuso definitivamente a la rural y Vitoria comenzó a crecer a costa de su provincia.

En Álava (y en el País Vasco) no había terminado el Setecientos cuando la provincia se las tuvo que ver con la primera llegada de los revolucionarios franceses, durante la guerra de la Convención. En el verano de 1795 ocuparon Vitoria y toda la Llanada. Una docena de años después se repetía la acción, ahora con mayores consecuencias. Napoleón llegaba a la ciudad un día de noviembre de 1808. Aunque era otra contienda entre países, esta encubría una lucha entre patriotas tradicionalistas (y ultrarreligiosos) y patriotas liberales (y hasta afrancesados), que se dotaron de una Constitución en 1812. Sería el sino de la futura política local y nacional.

La guerra fue devastadora y Álava (igual que el resto del país) quedó destrozada, tanto sus campos como sus infraestructuras o la propia ciudad. La caótica huída de los invasores tras su derrota en Vitoria un 21 de junio de 1813, a manos de Wellington, es expresiva de esa situación. La ciudad trató de reconstruir su nuevo plano urbano, ahora que contaba ya con las novedades neoclásicas de la Plaza Nueva y Los Arquillos, pero todo debió esperar.

Aquel pulso ideológico larvado entre tradicionalistas y liberales dio lugar a dos guerras civiles, las carlistas, que jalonan nuestro siglo XIX. Álava fue también escenario de esas contiendas y sus gentes se dividieron entre unos y otros; también sus instituciones provinciales, que se duplicaron para gobernar el territorio siguiendo mandatos tan contradictorios. Entre medio de una y otra, la ideología fuerista recompuso la relación entre las élites liberales y tradicionalistas en torno a la defensa de los privilegios del territorio frente a la nivelación constitucional.

Así se mantuvo lo esencial de los viejos fueros: no contribuir según la norma general ni en jóvenes para el ejército ni en dinero para la hacienda regia. Pero todo acabó finalmente en 1876, tras la definitiva abolición foral, cuando los tiempos, los contendientes, las percepciones y el mundo habían cambiado por completo. Para mitigar esas pérdidas se establecieron los Conciertos económicos. Así, la provincia mantenía las ventajas del autogobierno fiscal y de una menor contribución a su propia hacienda.

Los cambios del Ochocientos afectaron a los equilibrios interno y externo de Álava. Definitiva y aceleradamente, la capital empezó a subsumir al conjunto provincial, haciendo buena la norma general de un tiempo en que la ciudad vencía al campo. Vitoria creció en población y centralizó toda la actividad del territorio, convertida por fin en capital de Álava desde 1833: la red de comunicaciones, los mercados, las instituciones principales (que ahora tenían ya sus edificios) y su burocracia, las entidades señeras de todo tipo, sus hombres y mujeres de mayor rango…

A la vez, los cambios económicos producidos tras la primera carlistada –traslado definitivo de las aduanas a la costa– debilitaron la posición estratégica de Vitoria en el comercio regional. Luego, tras la segunda, la acelerada industrialización de Vizcaya (y luego de Guipúzcoa), pero no de Álava, desequilibró la relación a favor de las provincias costeras: Álava quedó relegada en ese nuevo orden regional y nacional.

Cuando todavía esa inflexión no se había producido, en el ecuador del siglo XIX, Vitoria vivió sus días felices, cuando se llamó pomposamente “la Atenas del Norte”. En los años sesenta y primeros setenta se convirtió en una coqueta y avanzada ciudad, muy activa cultural y socialmente, innovadora, capaz de inaugurar un ferrocarril, una caja de ahorros y un banco, una diócesis con su catedral y su obispo, un ateneo, un círculo para sus clases altas, periódicos varios y hasta un nuevo plano urbano en unos pocos años.

Pero después, en el cambio de siglo, aquella euforia se apagó y Vitoria se refugió en negocios de otro tiempo (los bonos de deuda, las rentas inmuebles, los gastos de sus burocracias o de sus militares y curas); se convirtió en “ciudad levítica” mientras su vecina Bilbao pasaba a ser capital de “la California del hierro”. A su vez, el espacio rural alavés sobrevivía con técnicas tradicionales a un mundo cada vez más abierto, donde los mercados propios eran invadidos por productos de origen lejano. Solo el vino aguantó el inicial reto de la modernidad, aunque luego el agro alavés se incorporó a ella con avances en los abonos, los procedimientos y, particularmente, la mecanización de las labores.

La vida transcurrió monótonamente durante los largos años de la Restauración (1875-1931). A diferencia de otros lugares, donde liberales y conservadores alfonsinos se repartían el poder, en Álava la fortaleza del tradicionalismo convirtió a los elementos de esa cultura política en protagonistas de primera importancia. Entre unos y otros se colaron tanto los republicanos vitorianos –con personajes como Becerro de Bengoa- como, sobre todo, dos poderosísimas familias financieras (los Urquijo de Llodio) e industriales (los Ajuria de Araya).

Las relaciones sociales y políticas se rompieron en toda España en el verano de 1936, tras el experimento democrático que supuso la Segunda República. La conflictividad de los años treinta no alcanzó en Álava el nivel de otros lugares, lo que quizás explica la menor represión que sufrieron los sectores de población opuestos a los alzados contra el gobierno legal. En todo caso, el rápido control de la provincia por parte de estos, la amalgama de derechas españolistas, inauguró pronto una dictadura que se prolongó hasta la muerte del general Franco, en 1975.