Un rico patrimonio cultural

La historia ha ido dejando en Álava restos patrimoniales de gran valor y belleza. Los museos dan cuenta parcial de los mismos, así como la arquitectura diseminada por toda la provincia o lo que queda de las antiguas ocupaciones humanas. Es, junto con el patrimonio natural, un tesoro de gran diversidad que concita el atractivo de estas tierras.

Los primeros pobladores nos dejaron restos de trabajo en huesos y piedras, así como cerámicas, que se encuentran en el Bibat, el museo arqueológico alavés. Allí y en los propios lugares se pueden encontrar piezas de gran importancia localizadas en yacimientos, como el poblado de La Hoya, los castros de Lastra o de Peñas de Oro, con los vasos campaniformes de la Chabola de la Hechicera, las estelas de Iruña, las fíbulas metálicas, los mosaicos romanos de Cabriana o la bella hebilla encontrada en Los Goros.

En este marco temporal de la Prehistoria y la Antigüedad destacamos también tanto el megalitismo, con numerosas referencias, como los dólmenes de Eguílaz (Aizkomendi) o Sorginetxe (los dos cerca de Salvatierra), o los riojanos de Elvillar (Chabola de la Hechicera) y de El Sotillo y San Martín (en Laguardia), como los poblados de La Hoya o de Iruña-Veleia, característicos de la Edad de Hierro o del periodo romano, respectivamente.

Tanto el románico como el gótico medievales tienen expresiones de extraordinario valor en Álava. Los eremitas dejaron cuevas talladas en la roca en Faido, Laño (Treviño), Marquínez o Pinedo (Valdegovía), a veces acompañadas de sarcófagos con forma humana excavados en el suelo (como en Salcedo). Detalles prerrománicos se pueden encontrar insertos en arquitecturas posteriores, como pasa en Zalduendo, en la pequeña ermita dedicada a San Julián y Santa Basilisa, o, cerca también, en Hermua.

El románico se nos muestra ya más potente, con dos piezas arquitectónicas de gran importancia, a oriente y poniente de Vitoria: Estíbaliz y Armentia, que ensombrecen la gran calidad que presentan otras construcciones “menores” tanto en la zona de la Montaña como en los Valles alaveses. Piezas como el ábside de la iglesia de Añúa o de Argandoña, la portada de la de Marquínez o del Santo Cristo de Labastida, con sus magníficas arquivoltas, donde destaca ahí también la de Tuesta o la de Santurde, o incluso el ventanal de la de Lasarte.

A su vez, los trabajos escultóricos se pueden contemplar en múltiples detalles en los tímpanos de Armentia o en los diferentes capiteles o en las pilas bautismales, sin olvidar las gráciles representaciones de la virgen. En la pintura, las de las paredes de Alaiza y Gaceo, a caballo entre el románico (por sus motivos) y el gótico (por su datación: entre finales del XII y hasta ya el XIV), sorprenden por su temática, detalles, rotundidad y conservación.

El gótico, por sus condicionantes constructivos y de inversión, es un arte sobre todo urbano, de las villas emergentes en ese tiempo. No resultará extraño por ello que la principal, Vitoria, y las que le seguían, Salvatierra o Laguardia y otras, destaquen. En la ciudad tenemos sus “cuatro torres”, las iglesias que identifican el “skyline” (línea del cielo) de la ciudad todavía hoy: San Miguel, San Vicente, San Pedro y la remozada vieja catedral de Santa María, donde se realiza un trabajo de recuperación de gran interés metodológico y también de gran impacto popular.

En Salvatierra tenemos sus dos iglesias, de San Juan y Santa María. En Laguardia destaca la espectacular portada de Santa María de los Reyes, con sus cinco arquivoltas, su extraordinario tímpano y sus soberbias esculturas. Esas tres localidades conservan también cascos históricos de traza medieval amurallada de gran pureza y atractivo; lista a la que se pueden sumar los de Antoñana, Salinillas de Buradón, Labraza, Labastida o Arceniega.

Pero lejos de esas antiguas villas también hay una potente creación gótica que se puede contemplar en el conjunto monumental de Quejana (Ayala), donde se juntan palacio, convento y la torre-capilla de la virgen del Cabello, con el sepulcro en alabastro del canciller Pero López de Ayala. Torres y casas fuertes que abundan en toda la geografía alavesa, expresión del poder de los señores en ese tiempo: las de los Varona (Villanañe), Mendoza o Guevara, o en su versión vitoriana, la Casa del Cordón. La pintura, como se ha señalado, tiene buenas muestras en Gaceo (con su formidable pantocrátor) y Alaiza, pero también en Valderejo o en la copia del retablo de Quejana, cuyo original se encuentra hoy en Chicago.

El esplendor del gótico se prolongó hacia el Quinientos, otro siglo de bonanza, con el nuevo estilo renacentista que tan buenas muestras ha dejado en la provincia. El auge de algunos lugares y apellidos está detrás de esas materializaciones. Podemos destacar los palacios de los cortesanos vitorianos, representados en el de Escoriaza-Esquível (sin olvidar los de Bendaña, Villa Suso o Montehermoso), o sepulcros de gran belleza, como el de Martín Sáez de Salinas, en la vieja catedral; del mismo modo, palacios de los señores rurales, como el de los Lazarraga, en Zalduendo.

También iglesias, como la de la Asunción de Elvillar, con su relieve del lavatorio en el Retablo Mayor, sin olvidar algunos otros como el de las parroquias de San Vicente de Arana o el de San Blas de Hueto Abajo. La pintura en tabla, la aplicada a retablos, junto a bajorrelieves, así como los trabajos de platería, se muestran ahora con gran delicadeza y maestría.

El barroco fue aquí sobre todo una arquitectura de complemento: las obras son muy abundantes, pero no tan relevantes (o realizadas al completo en ese estilo) como las de otros tiempos más ricos. Con todo, destacan piezas como el convento de San Antonio, en Vitoria, o el Ayuntamiento de Labastida, así como las torres de iglesias en la Rioja Alavesa. La escultura religiosa, sobre todo para elegantes retablos, cobró ahora importancia, lo mismo que la pintura de ese tenor.

Pero las grandes transformaciones se dejan notar en siglo XVIII y en las primeras décadas del XIX, de la mano del neoclasicismo ilustrado, empeñado en reformar los espacios urbanos. Vitoria es el gran ejemplo, con la intervención solicitada por su Ayuntamiento al genial Olaguíbel, que con sus Arquillos y su Plaza Nueva enlazó la parte alta de la ciudad con la que se abriría después en el llano, por el costado meridional.

A esta gran obra sumó otras importantes también, como el convento de las Brígidas, la llamada “casa del Santo” en Armentia o la iglesia de Arriaga, modelo que repetirían luego tantas otras en la Llanada. Y si el Ayuntamiento había mandado hacerse casa, otro tanto hizo la Diputación Foral, también en este momento y estilo.

Por su parte, la arquitectura religiosa presenta buenas muestras en Maestu, Antoñana, Narvaja, Aberásturi o Zuazo, y en la escultura destacan diversos talleres locales, especialmente el de los Valdivielso, con gran reconocimiento de Mauricio, conocido como “el santero de Payueta”. El propio parque vitoriano de La Florida, en su fase original, responde a esa preocupación por ordenar el espacio tan característica de los ilustrados.

Desde el ecuador del siglo XIX la vida pública se concentró cada vez más en Vitoria. Ello se traduce en que la ciudad acapara buena parte de las expresiones artísticas y culturales; otro tanto ocurre con el arte civil, que desplaza al religioso. Es preciso comenzar ahí señalando la creación en este momento de su ensanche decimonónico, articulado en torno al eje de la calle de la Estación (luego de Eduardo Dato), que encuentra una interesante extensión posterior en la línea de palacios construidos por su minoría más privilegiada (los de Zulueta, Augusti o Ajuria Enea, entre otros).

En ese mismo espacio meridional encontramos diversas piezas representativas del gusto por los neoestilos de finales del XIX y principios del XX: el neobarroco de la capilla del Prado o el neogótico de las Salesas (o de las Carmelitas de Betoño, al otro lado de la ciudad) y de la nueva catedral de la Inmaculada (comenzada en 1907 e inaugurada en 1969). El neorregionalismo también nos ha dejado sus piezas: el edificio de Correos o el de la Escuela de Artes, la antes citada Ajuria Enea, las estaciones que quedan del ferrocarril Vasco-Navarro a su paso por los pueblos al norte y al este de la provincia, o incluso algunos detalles del Seminario inaugurado en 1930, donde también hay referencias historicistas al gótico, al renacimiento, al manierismo y al barroco.

El modernismo presenta pocas muestras, pero algunas se pueden ver en inmuebles de la ciudad, como la fachada de la casa de Bonilla o las de Erbina y de Otálora (en la calle General Álava). En un estilo racionalista queda aún la gasolinera de Goya, en La Florida. Y, finalmente, se han de reseñar dos apuntes de la arquitectura: algunas muestras de la industrial del cambio de siglos, como La Azucarera en Vitoria o La Cerámica de Llodio (además del espectacular e histórico Valle Salado de Añana), y dos iglesias de los años del desarrollismo exponentes de la modernidad constructiva, la de la Coronación, de Fisac, y la de Los Ángeles, de Carvajal y García Paredes. Un impulso innovador que se mantuvo en el futuro en muestras diversas: de la plaza de Los Fueros vitoriana, de Chillida y Peña Ganchegui, a las modernas bodegas riojanas a cargo de firmas como Ghery, Calatrava, Mazières o Aspiazu.

La pintura contemporánea en Álava presenta una importante nómina de autores, muchas de cuyas obras  pueden contemplarse en el Museo de Bellas Artes y en Artium, para lo que se refiere a los últimos decenios. Quizás resulte necesario arrancar con las imágenes de ese ecuador del XIX vitoriano que nos dejó Juan Ángel Sáez, para desde ahí enlazar con los Amárica, Doublang, López de Uralde, Ortiz de Urbina, Uranga, Aldecoa, Olarte, Sáenz de Tejada o Gustavo de Maeztu, pero sobre todo Ignacio Díaz de Olano, que nos legaron el aire de esa ciudad y provincia del cambio de siglos.

Después de la guerra civil algunos autores se reagrupan en torno a una “vanguardia discreta”, cultivadora de las nuevas tendencias: Moraza, Armesto, Pichot, Suárez Alba, Mateo y Martínez de Lahidalga, para dar lugar luego al grupo “Pajarita”. Entre medio quedaron algunos como Rafael Lafuente o, antes, Jimeno de Lahidalga. El último tercio del siglo XX conoció la obra de Ortiz de Elguea, Mieg, Fraile y el fotógrafo Schommer –creadores del grupo Orain, en 1966-, y luego de los Iñurrieta, Illana, Cerrajería, Marcote, Sagastizábal y otros, que desplegaron una gran diversidad de estilos, formatos y soportes.

La escultura contemporánea empezó trabajando para la Iglesia, particularmente en la escuela que dirigía Lorenzo Fernández de Viana para producir para la nueva catedral. Ahí destacaron ya autores como Isaac Díez o Daniel González, y luego el catalán Monjó y Aurelio Rivas. Pero son los Lucarini los escultores de más renombre en esa época, sobre todo Joaquín, autor de las ocho grandes piezas que acompañan al bronce de El Cid en Burgos o de los altorrelieves representando La Fortaleza y La Templanza que flanquean la entrada del edificio de la caja de ahorros local.

En los últimos años, como ha pasado con otras artes, la escultura ha diversificado sus estilos y corrientes, a cargo de nuevas generaciones de autores. Parte de esa producción puede contemplarse en los espacios públicos y en Artium, pero los artistas contemporáneos han roto ya esas clasificaciones tradicionales y realizan obras ajenas a (o mezclando) esos (y otros) soportes: Moraza, Álvarez Plágaro, Juncal Ballestín, Hernández Landazábal, Ruiz de Infante, Koko Rico, Mintxo Cemillán, Eguizábal...